¿Sólo sí es sí?

Desde hace meses, el anteproyecto de la Ley de Garantía Integral de la Libertad Sexual, conocida popularmente como “Ley del sólo sí es sí”, ha sido noticia en los medios. Con esta ley, la ministra Irene Montero pretende llevar a la legislación las reivindicaciones del movimiento feminista (?), relativas a las agresiones sexuales. Hasta ahora, ha sido objeto de críticas y de impugnación por parte de ciertos organismos oficiales consultivos (el CGPD), de algunos miembros del Consejo de Ministros y de ciertas asociaciones de jueces (JJpD) y de juristas.

Entre otros aspectos de la ley, se cuestiona el consentimiento “explícito” de la mujer para poder mantener relaciones sexuales con ella, consentimiento que resume lacónicamente el eslogan “sólo sí es sí”. Como otros ya lo han analizado desde la perspectiva jurídica, aquí lo haremos desde el punto de vista de esa ciencia llamada lingüística.

El consentimiento explícito, según la ley del “sólo sí es sí”

Conforme a la ley de la ministra Irene Montero, para que la víctima (la mujer) dé su plácet o nihil obstat a una relación sexual, es necesario que “haya manifestado libremente, por medio de actos exteriores, concluyentes e inequívocos, su voluntad expresa de participar en el acto” carnal. Para los juristas, esta definición legal del consentimiento expreso presenta varios talones de Aquiles: invierte la carga de la prueba (en vez de que la acusación tenga que demostrar la culpabilidad del acusado, es éste el que tiene que demostrar su inocencia); además y en consecuencia, destruye el principio básico y fundamental de la presunción de inocencia; y, finalmente, propicia una discriminación positiva de la mujer, ya que la versión de los hechos por parte de la mujer tendría un plus de veracidad, algo que ya sentenció Carmen Calvo cuando verbalizó que “las mujeres tienen que ser creídas sí o sí, y siempre”.

 Este consentimiento legal me ha recordado el método utilizado por un viejo amigo para lanzar el anzuelo de la pesca carnal. Este amigo —católico practicante y asiduo a reuniones y encuentros entre creyentes, pero siempre muy atento a la voz de su carne— me comentó, hace tiempo, que cristianizaba y santificaba sus demandas de satisfacción sexual, haciendo uso de un particular ángelus. En el ángelus ortodoxo se dice: “y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Juan 1:14). Y él, para poder consumar y satisfacer su apetito sexual con sus hermanas en Cristo, siempre preguntaba, explícitamente y de verbo ad verbum, a las hembras deseadas: “¿Qué te parece si mezclamos nuestros verbos y fabricamos carne?”.

Como Monsieur Jourdin, que producía prosa sin darse cuenta, mi amigo practicaba el “sólo sí es sí” antes de que la ministra de “Igual da”, Irene Montero, viniera a prescribirnos cómo debemos concertar y concretar las relaciones sexuales deseadas, buscadas y consentidas por ambas partes. Tener que dar así (consentimiento verbalizado y expreso) el “placet” para materializar el comercio sexual es no tener ni idea del cortejo pre-coital ni de cómo funciona la comunicación, en general, y la comunicación que persigue la coyunda carnal.

El consentimiento explícito, según la lingüística

En las relaciones humanas, según Sigmund Freud, el deseo sexual es una constante, lo impregna todo. Ahora bien, hay muchas formas de decir “” para permitir llegar al ayuntamiento carnal y satisfacerlo. Y, en este caso, la explicitación lingüística (“sí, quiero f… contigo”, “¿qué te parece si mezclamos nuestros verbos y hacemos carne?”, etc.) del deseo no suele ser lo más normal ni lo más lógico. Para indicar al otro que nos derretimos por sus carnes y que queremos consumar el acto carnal, no necesitamos explicitarlo lingüísticamente y normalmente no lo hacemos.

En efecto, en ciertas situaciones de comunicación, evitamos expresiones directas que podrían ser consideradas duras, inadecuadas o malsonantes. Y, en su largar, utilizamos lo que en pragmática (rama de la lingüística) denominamos “actos de habla indirectos” (cf. J.L. Austin y J.R. Seale), que nos permiten nadar (decir) y guardar la ropa (sin decir directamente). Por este motivo, ni la demanda ni la aceptación del comercio carnal no suelen ser explícitas, como pretende la ley de Irene Montero, sino implícitas.

Por otro lado, si analizamos la comunicación humana, podemos constatar que utilizamos una lengua, con la que podemos mentir y engañar a nuestros interlocutores. Pero también usamos, al mismo tiempo, otros sistemas de signos,  el lenguaje no verbal, con el que no se puede mentir, ya que es, en general, inconsciente y reflejo. De ahí que los mensajes no verbales sean más sinceros, veraces y, cuantitativamente, más preñados de información que los lingüísticos (A. Pease*).

Para ilustrar la importancia y la funcionalidad del lenguaje no verbal en el comercio sexual, podemos citar la gestión de las distancias entre interlocutores, la fisiología de pupila y el comportamiento corporal espejo. Según los etólogos (cf. Edward T. Hall**), el cuerpo no termina en la piel sino que se prolonga más allá de ella, formando una especie de burbuja alrededor de él, que está a una distancia más o menos próxima de otra u otras burbuja(s), en función de los sentimientos recíprocos entre los interlocutores. Una  de estas distancias es la “distancia íntima”: aquella que propicia el contacto físico y en el que la palabra juega un papel menor, ya que la comunicación se lleva a cabo por otros medios; es la distancia que presagia, sin explicitarlo verbalmente, el inminente acto sexual. Lo mismo puede decirse, por un lado, de la dilatación inconsciente y refleja de la pupila, que denota excitación, atracción y deseo de consumo sexual (Flora Davis***). Y, por el otro, el comportamiento corporal espejo de dos personas que se atraen sexualmente, que adoptan las mismas posturas y actitudes. En estos casos, para decir “sí, quiero”, las palabras no son necesarias y están de más.

Las palabras, a veces, sobran

Según la pragmática y el funcionamiento real de la comunicación, no “sólo sí es sí”. Como dice la etóloga Flora Davis, “a la mayoría nos resulta más fácil decir ‘me gustas’ con el cuerpo, y especialmente con los ojos, que con palabras”. Por eso, se podría decir que Irene Montero y su staff ministerial demuestran ser poco leídas y unas indocumentadas: con sus livianas alforjas y sus profundas lagunas lingüísticas y formativas, se quedan en la epidermis de la comunicación, sin penetrarla, nunca mejor dicho, para llegar a la “substantifique moelle” de la que habla François Rabelais: eso que el interlocutor debe descubrir entre líneas, el sentido escondido, la quintaesencia del mensaje, lo no expresado lingüísticamente. En consecuencia, podríamos o deberíamos pasar de la aseveración legal “sólo sí es sí” a preguntarnos: “¿sólo sí es sí?”.

(*) Allan Pease (1980), El lenguaje y el cuerpo. Cómo leer el pensamiento de los otros a través de sus gestos, Paidós, Barcelona.

(**) Edwad T. Hall (1971), La dimension cachée, Seuil, Paris.

(***) Flora Davis (1976), La comunicación no verbal, Alianza Editorial, Madrid.

Manuel I. Cabezas

Mauel I. Cabezas González, profesor de lingüística y de lingüística aplicada (UAB), doctor en Didactología de las Lenguas y de las Culturas, bloguero (‘Honestidad Radical’) y columnista en numerosos medios digitales

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