Paseos por la España desconocida: el Castillo de Marcuello (Huesca)
Sito en un paraje lunar y agreste, apartado de cualquier sombra de civilización, se erige en medio de una soledad eremítica el Castillo de Marcuello (Huesca, Aragón).
Las peculiaridades y exclusivismos del Castillo de Marcuello exceden cualquier comentario hueco: es preciso visitarlo para saber a qué atenerse… Tan sólo al silencio responde el resoplar del viento. La mera contemplación de la pétrea mole implica un viaje al pasado en tiempo presente, pálida huella de una época distante, mas no remota…
Ante la desolada ruina de sus muros, surge una inquietud intensa, desbordada, en la que la Historia deja de ser una puntual referencia. Y es entonces cuando el espectador cree avistar entre las grietas la mirada de algún fantasma, de alguna sombra trágica; en efecto, como en un cuento de Machen o Lovecraft, la naturaleza, con todo su inefable poder de fascinación, congrega en el viajero los más singulares temores.
El Castillo de Marcuello, alejado de cualquier sombra de especulación, chantaje cultural o turismo de masas, es uno de esos privilegiados lugares de España en los que el caminante, en su soledad, puede refugiarse en Dios o en el silencio.
Enclavado a más de mil metros de altura sobre una estratégica meseta de la oscense Sierra de Loarre, el Castillo de Marcuello (muy próximo a los famosos Mallos de Riglos) ha quedado asociado al nombre de Sancho III el Mayor, quien en un intento de formar una cadena de fortificaciones, planificó construir este castillo junto a los de Loarre, Ayerbe y Agüero, defendiendo así de cualquier perturbación el denominado Reino de los Mallos.
Apuntes históricos al margen, el Castillo de Marcuello no está exento de interés arquitectónico. Muy acusadas son sus dos fases constructivas, a saber: la primera, de una tosquedad cierta en la base, de época de Ramiro I; frente a la segunda, de un aparejo mejor trabajado, ya en tiempos de Sancho Ramírez. En cualquier caso, poco le importan al objeto de nuestro conocimiento todas estas apreciaciones, ante cuyo calamitoso estado general de poco sirve recurrir a la apoyatura de la Historia, en ocasiones tan estéril.
Sea como fuere, el interés de nuestra brevísima visita es antes de orden espiritual que estético; alejados por unas horas de la abrupta y monotemática insignificancia de las ciudades modernas (ese soberano triunfo de la fealdad), la contemplación de los paisajes que envuelven Marcuello nos permiten reconciliarnos con nuestra naturaleza.
Es un viaje al pasado, a la ruina de una época perdida e irrecuperable, cuyo más genuino testimonio es este castillo en el que la moderna intervención humana apenas ha dejado mella.