Las «cuñas» en la Segunda República

Don Wenceslao Fernández Flórez, académico de la Real Academia Española, escribió en La Vanguardia en el año 1939, recién acabada la Guerra Civil, un artículo sobre el valor que concedía la sociedad española de la época a los “favores”. Por su calidad literaria y  también por sus referencias históricas, me niego categóricamente a mutilarlo. Merece la pena leerlo íntegramente.

«HÁGAME UN FAVOR

El portero de enfrente dijo con perfecta naturalidad: —Han detenido a Fulano, que es amigo mío, y he pensado que si usted escribe una carta garantizándole, es probable que le liberten. —No conozco a Fulano. —No es preciso. Se trata tan sólo de hacer un favor. —¿Cuál fue la conducta de ese hombre? —Pues…, la verdad, algún motivo hay, en efecto… —Entonces no intervendré. La cara del portero de enfrente expresa asombro, reprobación y cólera. —Pero ¿no ha oído usted que se trata de hacer un favor? Lo que vengo a pedirle es un favor, Y bien fácil. Basta con escribir cuatro líneas ¿Va usted a negarse…? 

No lo concibe porque en su alma, como en la de tantos españoles de esa época [la Segunda República] tan próxima y tan remota cuya continuidad cortó la guerra, el favor se define como un derecho para el que lo pide y como un placentero deber para el que puede hacerlo. Durante muchísimos años, el favor fue un régimen y numerosas generaciones se educaron en él y se compenetraron con su arbitrariedad convertida en norma. El favor lo resolvía todo. Los padres iban a pedir a los profesores que aprobasen a sus hijos ignaros; más tarde visitaban a los médicos para que les declarasen inútiles para el servicio de las armas; después peregrinaban para asegurarles una buena puntuación en las oposiciones. El favor llevaba de la mano a los hombres casi desde la cuna. Si tenían un pleito, buscaban el favor, aunque la razón les sobrase. Si cometían un delito, «trabajaban» al jurado. Ascendían por favor, mandaban por favor; los cargos de máxima responsabilidad en el gobierno del país eran otorgados por el favor. 

Cuando se pretendía una plaza, no se preguntaba en primer lugar «¿qué condiciones exigen?», sino: «¿quién la da?», para apreciar las posibilidades de acceso al favor de aquel arbitro. Así, el esfuerzo tampoco se refería principalmente a mejorar la capacidad, que podía ser desdeñada, sino que se polarizaba en conseguir «buenas relaciones». Estas buenas relaciones especialmente enfocadas a la obtención del favor, recibían la denominación de «cuñas», y el caso era tener muchas y fuertes. 

Usted pedía tener talento, o cultura, o sagaces iniciativas. Nada resuelto. Usted podía tener un negocio de transportes o una mina de manganeso. Poca fortuna. Usted podía estudiar hasta cambiar de gafas cada semana. Fracaso posible. La verdadera consideración social y el camino del éxito solo se abrían para usted cuando lograba, por lo menos, poseer «una buena cuña». De cualquier joven cretino, se decía: «Ese tiene muy buenas cuñas», y quedaba hecho su elogio más ampliamente que si se alabase alguna de esas peculiaridades por las que los hombres se hacen admirar o envidiar de sus congéneres. Cuando se lamentaban los jefes de familia de las dificultades que preveían en el porvenir de sus hijos, exclamaban: «No sé qué voy a hacer con ellos, porque soy un hombre sin cuñas». Parecer desprovisto de «cuñas» era tan peligroso como para un lobo o un tiburón caer herido entre sus voraces compañeros. Si uno se mostraba totalmente falto de «cuñas», se lo comían los demás. Hasta el que cometía un desmán retaba al guardia que iba a detenerle: –Mire usted lo que hace- Yo puedo conseguir que pierda usted su empleo. Y si, a pesar de eso, el guardia se decidía a detenerle, era gracias a que el mismo guardia pensaba: —Yo también tengo unas «cuñas» formidables. Vamos a ver si valen más que ellas las de este tipo. Porque la verdadera pasión de los españoles de entonces no eran las corridas de toros, ni las riñas de gallos, ni las carreras de caballos, ni el boxeo, sino más bien la pugna entre las «cuñas». Las «cuñas» eran de tantas clases y condiciones que el hecho de que no se haya escrito un voluminoso tratado acerca de ellas—habiendo tantos sobre temas menos generales y útiles como son «la medicina doméstica», «el arte de gobernar una casa» y «reglas para la gimnasia sueca»—se debe atribuir tan sólo a que los hombres que acaso pudiesen concebirlo no tenían «cuñas» bastantes para encontrar un editor. Había «cuñas» de repetición, como si uno estuviese abonado a ellas; había «cuñas» de refuerzo, que se utilizaban para fortalecer la principal, y había la «cuña» grande, o «cuña bomba», que se guardaba por si se presentaba una ocasión gorda, y que únicamente servía para una vez, porque era de las que había que movilizar diciendo: «Yo, que nunca le he pedido a usted nada…» 

Naturalmente, la función creó el órgano. Llegar a ser «cuña» uno mismo se consideraba como un ascenso social. Al hombre que pedía favores correspondía el hombre que hacía favores, y es muy dudoso que en ningún otro país abundase tanto ni tuviese un concepto tan curioso de sus deberes. Si en aquella época visitábamos a un ciudadano para decirle: «Quiero que me haga usted justicia», es seguro que adoptaría una actitud de apercibimiento mientras pensaba: —¿Qué intentará este sujeto? Aquí todo el mundo cree que tiene razón y no hacen más que molestarle a uno. Pero el efecto sería distinto si se comenzase: —Hombre, don Fulano, vengo a pedirle a usted un favor. Tengo ahí un asunto muy importante y… todos me dicen que si usted quiere es cosa hecha, y que nadie tiene tanta influencia como usted… Entonces un ansia de justificar aquella reputación invadía al hombre requerido que se notaba irresistiblemente dispuesto a amparar al otro con más ahínco y tenacidad que si apelase a textos de legalidad imperiosa. Las «cuñas» sienten su papel de tales y se encariñan con él y hasta se celan de otras «cuñas». Era muy frecuente el caso de que un «cuña» le dijese a un amigo: —Ya sé que ha necesitado usted tal o cual favor, y no se acordó de mí. ¡Parece mentira! 

Todo esto debía cambiar y cambió. No era posible que nada rigiese bien en un país donde el favor obtenía lo que la justicia no era capaz de conceder. No me parece nada exagerado afirmar que la base de la incomodidad, del escepticismo, del descontento que todos padecíamos era la certeza de que el bien y el mal, la prosperidad o el fracaso de nuestra vida dependían casi exclusivamente de encontrar una «cuña» y de que esta «cuña» penetrase más hondo que las «cuñas» de que estaban provistos los demás. W. Fernández Flórez (De la Real Academia Española). Agosto de 1939.» 

Lo cierto es que Don Wenceslao se equivocó en una cosa: las «cuñas» no desaparecieron, pervivieron durante el franquismo, con mayores bríos si cabe, reinterpretándose en la figura del «recomendao». Con la democracia ha pervivido como una bacteria indestructible, pero por lo menos, los «cuñas» tienen un poder efímero, según los patrones electorales. Es muy posible que en poco tiempo la Ministra Irene Montero tenga menos poder de colocación que el INEM en época de Zapatero.

José Enrique Catalá

Licenciado en Geografía e Historia por la Universidad de Valencia. Especialista en Hª Medieval. Profesor. Autor del libro: Glosario Universitario.

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