España 1936-1939: la mayor persecución religiosa en 2.000 años de cristianismo, a cargo de socialistas y comunistas
Durante la Guerra Civil Española (1936-1939) fueron asesinados 13 obispos, 4.184 sacerdotes seculares, 2.365 frailes y 296 monjas, lo que equivalía a uno de cada siete sacerdotes y a uno de cada cinco frailes.
Madrid y 20 de diciembre de 1936. Paloma se encontró entre las ruinas de la casa de un vecino una imagen de la Virgen de la Pureza, de medio metro. Lo ha contado con todo detalle en su diario: “¡Qué pena me dio! La miraba y no podía macharme, parecía que sus ojos me suplicaban que no la dejase allí. Se me quitó el miedo como por encanto y no tenía prisa. Cogí la Virgen y la besé, del fondo del alma sentía que no podía separarme de ella. Si me cogen con ella me van a fusilar, pensé”.
Desde que Paloma llevó la imagen de la Virgen a su casa, una idea fija le perseguía día y noche: quería oír misa, lo que no había podido hacer desde hacía cinco meses, exactamente desde que estalló la Guerra Civil y el Frente Popular tomó el control de la capital de España. La modernidad y el progreso de los socialistas profanaban las iglesias y asesinaban a los católicos que se empeñaran en serlo. El Frente Popular estaba llevando a cabo en España la mayor persecución religiosa de la Iglesia Católica en los dos mil años de su existencia.
Durante la Guerra Civil Española (1936-1939) fueron asesinados 13 obispos, 4.184 sacerdotes seculares, 2.365 frailes y 296 monjas, lo que equivalía a uno de cada siete sacerdotes y a uno de cada cinco frailes. Y todos esos asesinatos se produjeron en la zona bajo el control de los socialistas y los comunistas. En la zona de Franco no solo no hubo persecución religiosa, sino que se defendió y se protegió a los católicos. Por tanto, estos dos comportamientos, tan diferentes y tan opuestos, quedan ocultos cuando a los católicos asesinados por los socialistas y los comunistas en la Segunda República y la Guerra Civil se les denomina oficialmente «mártires del siglo XX» o «mártires de la década de los treinta».
A los datos anteriores de la persecución religiosa que llevaron a cabo los socialistas y los comunistas, habría que añadir el elevado número —imposible de establecer con exactitud— de tantos católicos españoles que murieron víctimas del odio contra la religión, en una persecución que hasta para asemejarse a la de los primeros cristianos dio cabida a acontecimientos como el de la «Casa de Fieras», el zoo situado entonces en el parque madrileño del Retiro, donde se arrojaban a personas para que fuesen devoradas por los osos y los leones.
“No sabía dónde encontrar un sacerdote —nos cuenta Paloma en su diario publicado recientemente— para decir misa en mi misma casa, ante mi Virgen, los que quedan vivos andan escondidos, y como el decir misa o asistir es una sentencia de muerte, si nos cogen nos matan a todos. A pesar de ello, yo quería intentarlo y cada vez que hablaba con una persona de confianza trataba de averiguar dónde podría hallar un sacerdote. Con la proximidad de estos días de Navidad el recuerdo de los años anteriores avivaba mi pena y más esfuerzos hacía sin conseguir nada”.
Por fin una amiga suya dio con un religioso escondido de la Congregación del Corazón de María, y le anunció que iría a su casa el día 26 de diciembre vestido de miliciano y acompañado de otras dos personas. Y esto fue lo que sucedió:
“Un momento antes de las diez llegó el sacerdote con dos milicianos rojos, era el del traje marrón y sobre la solapa llevaba la estrella roja de las cinco puntas. Los dos milicianos eran dos chicos que habían sido alumnos del Corazón de María y protegían y ayudaban a los Padres.
Primero nos confesamos. Cuando yo me vi de rodillas ante el sacerdote vestido de seglar, sentí que el corazón se me saltaba del pecho, su mirar bondadoso y sus palabras tan suaves y paternales me calmaron.
Empezó la misa. El sacerdote sacó del bolsillo una cajita de plata pequeñita y de ella una cápsula, como un sello de quinina, dentro iban las sagradas formas para comulgar. Así, si los milicianos lo detenían decía que era una medicina y se las tragaba.
Los dos milicianos ayudaban a la misa, pálidos y solemnes los dos.
Todos estábamos de rodillas alrededor y yo tenía a mi madre al lado y a Juanito al otro. Todos sentíamos una emoción y un recogimiento como jamás tendremos. Yo me sentía, en verdad, transfigurada, conmovida hasta lo más hondo de mí misma; las oraciones me fluían adentro, los labios me temblaban y cuando fijaba los ojos en los de mi Virgen me parecían que me acariciaban con una dulzura irreal.
La matanza de católicos en la Segunda República: un genocidio no reconocido
Llegó el momento de comulgar, el silencio se hizo más imponente y los más pequeños gestos del sacerdote nos llegaban al alma.
Comulgaron los milicianos rojos primero y luego nosotras, todas llorábamos.
Cuando llegó mi turno no pude pedir por nadie ni por nada, ni pensé en mis hijos. Al lado de lo grande que para mí era recibir a Dios en aquella circunstancia, todo lo de aquí abajo me pareció mezquino y solo le dije poniendo mi alma entera en mi pensamiento: «Dios mío ¡Salva a España, aunque perezcamos todos!».
¡Así fueron de ejemplares los católicos españoles de aquel tiempo, laicos, sacerdotes y religiosos! Los católicos que nos han precedido vivieron heroicamente su fe durante la persecución religiosa en la Guerra Civil. Todos ellos encontraron su fortaleza en la Eucaristía. Eso es lo que nos cuenta Cristina Falk de su madre, Cristina Berenguer, en un libro de reciente aparición titulado La esperanza tiene un nombre.
En agosto de 1936, el marido Cristina Berenguer había sido detenido en Madrid y llevado a la Cárcel Modelo. Su esposa no supo nada de él durante toda la Guerra Civil. Para poder sobrevivir marchó cerca de donde residían unos primos suyos y se trasladó desde Madrid a Barcelona con sus ancianos padres y sus tres hijos de muy corta edad, pues el mayor solo tenía cinco años.
Su familia le dejó una casa en Arenys de Mar a Cristina Berenguer, donde murió su madre, y un día que necesitó comprar unas tazas entró en la cacharrería del pueblo. Veamos lo que sucedió:
“No había estado nunca dentro de esa tienda, pero había visto los escaparates. El dueño, un hombre bajito de ojos amables y al que le faltaban algunos dientes en la boca, estaba ocupado en ese momento en arreglar sus estantes.
Cuando ella entró en la tienda, él la saludó con una gran sonrisa y un movimiento de cabeza como si fueran ya viejos amigos. Se interesó por su estado, lamentó la muerte de la madre y le preguntó después de un rato por sus deseos. Ella le dijo que quería las tazas de desayuno para los niños. El dueño de la tienda dijo dirigiéndose a Cristina:
—Suba simplemente esos escalones. Allí podrá encontrar lo que busca.
Cristina se quedó sorprendida. Lo que ella no sabía es que el tendero, antes del cierre de la iglesia, había sido el sacristán de la misma, y que en los pueblos las noticias corren de boca en boca. Así pues, él sabía que los que ahora habitaban la casa de los Bohera eran tan católicos como sus dueños, porque eran primos hermanos, refugiados de Madrid, y que esa señora había sufrido mucho…
Un poco sorprendida, quizás tal vez un poco insegura, subió Cristina los diez escalones que conducían al segundo piso. Allí había también estantes, una especie de segundo almacén, pero lo más importante, fue algo para ella absolutamente inesperado.
Era una pequeña alcoba, que comunicaba con ese almacén. Este cuartito pequeño se encontraba separado del otro por una cortina. Al correr la cortina, vio apoyada en la pared una bonita cómoda antigua. Ahora se había convertido en un altar. Encima de la cómoda se encontraba una custodia expuesta con el Pan Eucarístico. A los dos lados de la custodia estaban velas encendidas. Delante del altar había un reclinatorio. Por lo demás, nada y nadie más.
Cayó de rodillas, mientras las lágrimas le mojaban la cara. ¡Qué sorpresa y que emoción! Habían pasado más de 18 meses desde que había podido rezar la última vez en una iglesia. ¡En este tiempo habían pasado tantas cosas! Los hombres en la cárcel, el nacimiento de la niña, la huida de Madrid, las enfermedades, el hambre, la muerte de la madre, la incertidumbre… Juntó las manos en oración y allí delante de su Dios pudo por fin…, por fin, rezando quejarse de su situación, y rezando pedir y rezando llorar y por fin, rezando encontrar consuelo. No sabía después cuánto tiempo había pasado allí arriba, pero este rato de oración le dio la fuerza necesaria para continuar viviendo ella y sus hijos”.
Y un tercer ejemplo de la devoción a la Eucaristía y del trato delicado y piadoso de las carmelitas descalzas de Cuerva (Toledo) con las Sagradas Formas, nos lo cuentan ellas en su diario, publicado por el gran experto en persecución religiosa, Jorge López Teulón, en su libro titulado Profanación de la clausura femenina.
El convento de las carmelitas de Cuerva fue asaltado y profanado por los socialistas del pueblo. Hicieron astillas el centenario retablo de su iglesia y los socialistas les obligaron a las monjas a hacer la lumbre de la cocina con esas maderas. La comunidad fue dispersada y las carmelitas fueron obligadas a trabajar en el hospital y como criadas en las casas de los dirigentes socialistas de Cuerva e incluso a labrar sus campos como esclavas, sin un sueldo y solo a cambio una mísera comida.
Precisamente las tres que tuvieron que trabajar en el hospital fueron testigos de un milagro eucarístico, que ellas describen con toda sencillez. Otras, que vivían juntas en una casa del pueblo, recibieron unas cuantas formas consagradas de un sacerdote que pasó por Cuerva, escondiendo su condición para celebrar la santa misa clandestinamente. Y esto es lo que pasó con esas sagradas formas:
“Pero como todo tiene su fin, también lo tuvo este, pues por razones de servicio tuvo que marcharse nuestro improvisado capellán. Se marchó apenado como es de suponer, pero nos dejó un gran consuelo: Jesús Sacramentado. Al efecto, nos dejó unas cuantas formas consagradas y durante el tiempo que tuvimos el Santísimo Sacramento, le teníamos en una caja pequeña bajo llave y por las mañanas le abríamos para comulgar, cogiéndola cada una con la lengua de la caja; y así comulgábamos llenas de respeto y devoción. Hasta que se terminaron las Sagradas Formas, comulgábamos todos los días. A pesar de haber escasez, nunca nos faltó aceite para alumbrar la lamparita del Santísimo, hasta de los pueblos vecinos venían a traernos botellitas de aceite, haciendo sentir el Señor su influencia en aquellas gentes”.
Por Javier Paredes
La Cataluña de Companys: la persecución religiosa en cifras
Saqueo y quema de iglesias y conventos en la Segunda República