El problema no es el Valle de los Caídos
El presidente Sánchez está impulsando la aprobación de la Ley de Memoria Histórica Dos, que es una radicalización de la vigente Ley de Memoria Histórica Uno. La quieren llamar Ley de la Memoria “Democrática”, probablemente recordando a la extinta RDA, la República “Democrática” de Alemania, que salvaguardó “democráticamente” a su pueblo encerrándolo tras el Muro de Berlín.
Ante la gravedad del déficit público que tenemos (11% sobre el PIB), y deuda pública (123% sobre el PIB), con un paro del 15%, cercano al 40% para la población joven, y una inflación que se ha disparado al 5,5% frente al 1,8% que tiene nuestro vecino Portugal, hay personas se escandalizan de que Sánchez haya tenido la ocurrencia de volver a plantear que el problema es el Valle de los Caídos. Probablemente se trata de personas de buena voluntad, pero están profundamente equivocadas. Lo de Sánchez no es una mera ocurrencia. El problema no consiste en que se hable del Valle de los Caídos, el problema radica en que no se quiere hablar de las checas de Madrid y de Barcelona, ni de la responsabilidad que en lo que en ellas ocurrió tuvieron Largo Caballero y Companys y muchos otros dirigentes del gobierno republicano durante la Guerra Civil. Ese es el problema ideológico central de Sánchez y del cual todo el centro derecha, y también la izquierda moderada, debería ser consciente.
Buscar la verdad nunca debe dar miedo porque nos hace libres. Lo que no cabe es tolerar la estrategia de quienes propugnan la mentira y pretenden hacer de ella la “verdad histórica”. En la época de la República, el camino que habían tomado las izquierdas revolucionarias socialista, comunista y anarquista anunciaba un conflicto sangriento. La sanjurjada de 1932 ocasionó 10 víctimas mortales siendo Sanjurjo condenado a muerte y después amnistiado. El golpe de Estado del 5 de octubre de 1934 causó entre 1500 y 2000 muertos, tras dos semanas de combates, juzgándose por rebelión a Largo Caballero, que salió absuelto. El 6 de octubre Companys declaró la República Catalana, lo que causó 46 muertos, y concluyó al día siguiente tras la intervención del general Batet, capitán general de Cataluña, por orden del presidente del Gobierno Alejandro Lerroux. Tras su juicio por rebelión Companys fue condenado a 30 años de prisión, siendo amnistiado por Azaña tras la dudosa victoria del Frente Popular en las elecciones de 16 de febrero de 1936. Estos son algunos de los hitos claves que muestran el marco en que se movió la Segunda República española.
La realidad es que la ideología marxista había dado lugar en los siglos XIX y XX a diversos intentos revolucionarios armados y sangrientos en Europa, logrando su plasmación definitiva en Rusia tras el sangriento golpe de Estado de Lenin. De él surgió una URSS dictatorial, sangrienta y policíaca que, a partir de 1924, fue liderada por el socialista Stalin, el mayor criminal de la historia, que, conviene recordar, tuvo unas relaciones muy próximas con el nacional socialista Hitler, pacto Ribbentrop-Molotov, para repartirse Europa del Este. La violencia estaba avalada intelectualmente como método de cambio social por Marx y Engels y fue asumida por los partidos, mal llamados “socialdemócratas”, alemán y ruso. El Manifiesto Comunista lo decía y lo sigue diciendo sin ambages “los comunistas abiertamente declaran que sus objetivos solo pueden alcanzarse derrocando por la violencia todo el orden social existente”. Hace apenas un par de meses, la ministra Yolanda Díaz ha tenido a bien prologar, elogiosamente, ese Manifiesto en el centenario de la creación del partido comunista de España.
En la España republicana, el PSOE era también marxista y, al igual que el partido comunista, partidario de la violencia revolucionaria en aras de “una buena causa”. Los anarquistas españoles también estaban muy lejos de la moderación que propugnaba Proudhon. Fundamentalmente como reacción, surgió la violencia de la Falange, mucho menos intensa en asesinatos y represalias que los producidos por el lado marxista y anarquista. En este contexto llegaron las elecciones de 1936 que ganó, dudosamente, el Frente Popular, intensificándose el conflicto y dando lugar al golpe de Estado de Mola, que tuvo su detonante final en el asesinato de Calvo Sotelo el 13 de julio de 1936.
El gobierno republicano, que debería haber dado ejemplo de respeto a la legalidad, ante unos golpistas que presuntamente iban a fracasar, tomó el rumbo contrario permitiendo la existencia de numerosas checas que al margen de toda legalidad fueron ejecutando a todos los simpatizantes, reales o presuntos, de la derecha, así como a todos los representantes de la religión católica. Con ello asumió el camino leninista y estalinista y reforzó la legitimidad de Franco a los ojos de una gran mayoría de españoles a los que repugnaban los crímenes perpetrados por la izquierda. Obviamente, y en particular al principio, es probable que los golpistas actuaran con mano dura y que incluso se cometieran crímenes y represalias, pero con carácter general las decisiones y ejecuciones se realizaron en un marco de legalidad, tras un juicio.
Esta es la simple realidad. Cabe pensar que gracias a Franco y a sus 36 años de dictadura, España pudo hacer una Transición sin traumas e inspirada por la reconciliación. Todos los países de Europa del Este hubiesen cambiado gustosamente sus 45 años de comunismo, de miseria y represión totalitaria por una dictadura de derechas similar a la de Franco. Que no nos mientan ni Rufián ni Díaz ni Zapatero ni Sánchez. Pretender que nos creamos que la zona roja fue un oasis de legalidad y bondad es absurdo. Los ejemplos son múltiples desde Andreu Nin a los 6.832 sacerdotes y religiosos mártires que se detallan en el libro “La persecución religiosa en España 1936-1939”.
Los españoles que vivimos la Transición no queríamos lavar la cara al comunismo ni al marxismo. Debemos alzar la voz y decir que quienes quieran representar a una España unida y reconciliada, deben dejar muy claro en su programa que, si les damos nuestro voto y llegan al poder, procederán a la derogación inmediata de todas las leyes de Memoria “Histórica” y “Democrática” que no son otra cosa que apelaciones al odio y al mantenimiento de la mentira. España necesita una derecha, o coalición de derechas, con visión estratégica que reconozca que criticar y enfrentarse a la ideología criminal marxista es una necesidad intelectual y moralmente ineludible e inaplazable.