El jarrón chino
El Carlismo es el movimiento político tradicionalista más antiguo de Europa.
A estas alturas no es de extrañar que el Carlismo se considere como agua pasada que no mueve molino, sin embargo resulta del todo preocupante que lo que representa el Carlismo se tenga por un ideario para pánfilos gruñones de cerebro disecado. Cuando España, guste o no, no se explica sin el Carlismo. Una cosa es no comulgar y otra, sojuzgar a los comulgantes y reivindicar la oblea.
El pensamiento carlista protege una parte indispensable del ADN español: el Catolicismo. Después de la tormenta que ha dejado la última entrevista a Juan Manuel de Prada en la que afirmaba con criterio tradicionalista que Cataluña era “una nación como una catedral”, determinadas posicionamientos en especialmente aquellos procedentes del materialismo filosófico (que dicho sea de paso tiene más de materialista que de filosófico) han quedado en entredicho.
La polvareda que ha levantado De Prada, precipitó en las redes sociales una ingente catarata de ataques al tradicionalismo español. Las denuncias de Juan Manuel de Prada han escocido tanto que ha puesto patas arriba la cólera del mundo liberal y la del socialismo patrio apologeta del Estado-nación a partes iguales.
El supuesto desacierto de la frase del escritor quedó en un plano tan superior que invisibilizó las premisas de los detractores; las mas macanudas, sin duda las del ala patrio-izquierdista. Refunfuñaban con furia como si un charlatán de feria les hubiera infamado a ellos y a su querida España, con toda la frescura del mundo.
La conclusión fue casi unívoca y no se hizo esperar; el causante de tanto mal en el acartonado cerebro de un tradicionalista solo podía ser el Carlismo; una suerte de naftalina hispánica cuya ingesta convierte a su portador en un dipsómano intelectual.
Y he aquí que algunos de los detractores, imbuidos de pansofia, entran en una contradicción de máximos cuando tratan de construir un discurso en defensa de la nación española a partir de su historia y de la gloria del imperio español mientras que de seguido ningunean y vilipendian el pensamiento que abandera y protege aquella gran España, es decir el Carlismo, un pensamiento que cumple ya nada menos que dos siglos de existencia, el movimiento político tradicionalista más antiguo de Europa.
No se puede defender la nación española desde su épica y grandeza, aporreando el frasco que recoge la fragancia de aquella empresa inigualable: Dios, Patria, Fueros y Rey, y en especial el Catolicismo, como elemento nuclear de la tradición española. No saben lo que dicen los novicios defensores de la nación española cuando tratan de construir un discurso recogiendo la materia y eliminando la sustancia, cuando mandan un brindis al pasado, pretendiendo un rey sin reino, una nación sin patria, una ley sin fueros y un orden sin Dios. Difícil de explicar cómo defender la providencia del pasado profiriendo ninguneos a la del presente.
No se puede defender la razón sin la sustancia que la trae, ni la fauna marina sin el mar que la lleva en volandas. El día en que la razón pueda prescindir del alma de una nación, dejará de tener razones para defenderla y tendrá que construir una nación desposeída de alma.
El Carlismo defiende lo que otrora Donoso Cortes denominó como “sistema de civilización completo”, refiriéndose, como no podía ser de otro modo, al Catolicismo. El progreso de una civilización entera es un corcel salvaje cuyas riendas estuvieron a buen recaudo cuanto colgaban de manos de la tradición católica española: ese jarrón chino custodiado por carlistas de cerebro disecado. ¡Pobres carlistas!…en las residencias del inserso para desmemoriados terminales, entre sopita y sopita, su cerebro golpeado por el Alzheimer histórico que provoca la naftalina hispánica, aún recuerda cuál era la razón de ser de la nación española y rezan mirando al jarrón chino como agua bendita que mueve y moverá molino, mientras los novicios defensores de la nación española la toman por agua pasada.