CRÓNICA DE UN «asesinato» PROTEGIDO POR LA LEY. (Cuento social)

"Porque la Ley no me lo permite, pero a la próxima denuncia falsa, se irá usted de aquí a la cárcel"

Viernes, 6 de julio de 2012. 19:00

– Sí…?

– Juan Eduardo Carrasco Carrasco?

– Sí. Dígame.

– Le llamo del cuartel de la Guardia Civil para decirle que si se podría pasar usted por aquí para solucionar un problemilla.

– !La Guardia Civil?… Es por lo de la moto. es que hace una semana que la dejé aparcada en la plaza y no he vuelto a por ella y como están en fiestas en el pueblo… ¿Es por eso?

– No, no, no se preocupe. Pásese por aquí en cuanto pueda.

– Vale. Ahora voy. … Oye, ¿no será una broma?

– Noooo, tranquilo. venga por aquí.

¿… Será por lo del coche que vendí hace dos años? Bueno, ya veremos.

 

Juan Eduardo llegó al cuartel en unos veinte minutos con su coche. Aparcó enfrente y entró.

– Buenas tardes, vengo porque me han llamado por teléfono. (Qué mala cara pone ese tío)

– Es usted Juan Carrasco?

– Sí. 

– Siéntese ahí y espere a que le llamen.

– (parece que la amabilidad se está perdiendo en el benemérito cuerpo.)

 

Al rato salió un joven guardia civil de un despacho y lo hizo pasar. Se sentaron cada uno a un lado de la mesa escritorio y se hizo un silencio mientras el guardia, un poco nervioso, revisaba unos papeles que tenía sobre la mesa, Juan Eduardo comenzó a hablar para romper el incómodo silencio.

– No sé cuál es el asunto para el que me han llamado pero no se preocupe, siempre he colaborado con la Guardia Civil y si les puedo servir en algo, no tienen más que pedirlo.

El guardia le dejó hablando un buen rato y conversaron sobre la delincuencia en las calles y cosas generales. Pero pasados unos minutos, al ver que el guardia civil no concretaba nada, Juan Eduardo preguntó directamente cuál era la razón de la cita, sin sospechar ni por un momento que aquello no era más que el principio del suceso que iba a marcarle de por vida.

– Usted está casado, ¿verdad?

– Sí (dijo inmediatamente con rotundidad, pero luego lo pensó mejor). Bueno… Hace una semana que mi mujer me dijo que me fuera de casa… y no sé cómo acabaremos.

– Ya. Pues el asunto es el siguiente: ha venido aquí a las seis y media, hace una hora, (se miró el reloj) su mujer, Agnés. …. Bien… El caso es que… su mujer… lo ha denunciado por malos tratos.

– (       ???     ) Madre mía, eso no es verdad. Pero si acabo de hablar por teléfono con ella. Pero si no me ha dicho nada. Pero… pero… pero si yo hace una semana que no la veo!!!! Ella vive en el pueblo y yo a 7 km!!!

– Sí, Sí. Pues eso tendrá que demostrarlo en el juicio.

– Quéeeeee?….  ¡¡Un juicio!!, ¡¡¡qué barbaridad!!!

– Bueno,… el caso es que… según la Ley, usted tiene que pasar la noche aquí.

– Ya, ya, bueno… usted no se preocupe… Yo he hecho la mili. ¿Qué tengo que traer? (dijo Juan Eduardo mientras se levantaba pensando en ir a casa de su madre a por una muda y cosas del baño).

– Noooooo, esté tranquilo. Aquí tenemos de todo!!!   Ahora vendrá su abogado de oficio y habla con él. puede bajar al sótano donde los calabozos o si lo prefiere puede quedarse aquí en el despacho, acompañado de un guardia. ¿Quiere llamar a alguien?, ¿un hermano?, ¿a su madre?

– (¿Un abogado? ¿Calabozo?) No, no, muchas gracias. Me resultaría muy difícil de explicar y acabaría preocupando a la familia.

Días después su hermano le reprocharía duramente que no le hubiera llamado.

A partir de ese momento, Juan Eduardo perdió la noción de la realidad. Eran demasiados los pensamientos que se le acumulaban. Se sentía solo y entre extraños. ¡Él durmiendo en un calabozo! Sabía que los guardias civiles no podían evitar recelar de él, y eso aumentaba su sensación de soledad y rechazo social. Le dolía más porque siempre había confiado en el cuerpo de la guardia civil y ahora sentía su frialdad, comprensible, pero desoladora. Necesitaba que alguien le explicara con claridad lo que estaba pasando. pero sabía que no podía esperar ayuda, en España, bastaba con ser denunciado para ser condenado. 

Sabía que los guardias hablaban, pero tan solo oía murmullos apagados. Se quedó sentado. No miraba nada en concreto pero tenía la mirada fija en la contera de la pata de una silla. Sabía que era inocente pero le avergonzaba estar acusado.

Al poco rato llegó el abogado de turno, y por esas cosas de la providencia, resultó que era primo de un apreciado antiguo alumno, casualmente del mismo pueblo, y para más casualidad, sobrino de una vecina que vivía en la misma pequeña calle. Vamos, que  gracias a Dios, alguien podía dar buenas referencias sobre Juan Eduardo, y el frío trato administrativo adquirió cierta tibieza, y se sintió más reconfortado. 

La presencia del abogado, a quien él no había llamado ni conocía, le hizo intuir que algo grave estaba pasando. Pero incluso así, no podía ni imaginarse las traumatizantes cosas que le iban a suceder en pocas horas.

Tras la charla con el abogado de la que no sacó nada en claro por haberse abandonado a la resignación, este se marchó diciéndole que se verían al día siguiente en el juzgado. Juan Eduardo, finalmente decidió no molestar más a los agentes y pidió ir al calabozo para estar más tranquilo.

Hacía bastante calor, era el mes de julio. La puerta del calabozo, muy estrecha, de hierro y con un ventanuco, estaba en un pasillo largo y muy estrecho donde había más puertas iguales. El calabozo tenía poco más que el ancho de la puerta pero era muy alargado. En la pared izquierda había una especie de repisa alta y alargada hecha de ladrillos, sobre la cual había un colchón desnudo y mal encarado. Un guardia le informó de que en breve le llevarían la cena, y que sentía mucho que ese día no fuese especialmente apetitosa. Efectivamente, no lo era. Prácticamente no comió. Se tumbó sobre el colchón y mientras meditaba todo lo sucedido, se durmió.

 

Sábado, 7 de julio de 2012. 08:00

Al día siguiente, le despertaron con unos golpes en la puerta y desayunó, luego le llevaron al patio del cuartel donde estaba esperándole un coche de la guardia civil. 

Eran dos agentes distintos a los del día anterior. Volvió la sequedad en el trato. Le dijeron que iban a ir a la ciudad cabeza judicial. Primero, al cuartel de la Guardia Civil para que le ficharan, y luego irían al juzgado. 

– ¡A que le ficharan!-, pensó para sí. -¿Aquí que está pasando? ¿Pero yo que he hecho?- Había dormido muy bien, a pesar de las circunstancias y la noche le había hecho olvidar la realidad. Todavía no era consciente de la gravedad del asunto en el que se encontraba. 

Preguntó a uno de los guardias si tras el juicio tenían que volver allí, y le dijeron que no, entonces les propuso que, ya que él no iba a volver…, tal vez sería mejor que fuesen con dos coches, él con el suyo que estaba aparcado enfrente del cuartel, y les seguiría hasta la ciudad. Más que nada, para no hacer luego otro viaje. 

El guardia, sin mirarle a la cara le dijo:

– Ponga las manos así.

Desde ese momento ya no pudo pronunciar ni una palabra. se le encogió la garganta. No podía levantar la cabeza por vergüenza. En todo el trayecto, que duró unos quince minutos, ninguno de los tres que iban en el coche habló. Su mente y su cuerpo dejaron de sentirse humanos. Los músculos perdieron toda tensión y se deprimieron. El cerebro se había convertido en una masa esponjosa sin actividad. Se movía como un muñeco de trapo. Solo miraba el suelo excepto cuando le hablaban: «Póngase de perfil y aguante el cartel de frente»

Juan Eduardo nunca se había sentido así, ni creía posible que un ser humano pudiese llegar a tal degradación, sobre todo él que siempre había sido tan animoso. No se atrevía a hablar con los agentes porque había perdido ya toda la dignidad y todo el crédito. Notaba en sus rostros que su palabra no tenía ningún valor, que cualquier intento de declararse inocente sería considerado mentira. Sabía que YA ESTABA JUZGADO Y SENTENCIADO, así que decidió no hablar con nadie. Hundió la mirada en el suelo y dejó que le hiciesen las fotos (con cara de delincuente) y le tomasen las huellas. Aún ahora le atormenta esa sensación de vergüenza.

Al finalizar la inclusión en el fichero de delincuentes, los dos guardias y Juan fueron con el coche al juzgado. Le apetecía un café, pero tenía claro que su propuesta no sería bien acogida. Era sábado. Eran las 9 de la mañana. Había poca gente por la calle, pero los tres llamaban la atención: sus dos compañeros, por el uniforme y por el armamento, y Juan Eduardo porque iba en el centro del grupo, con la ropa arrugada y con la cazadora colgada entre las manos tapando las esposas. 

El juzgado estaba en la planta baja de un edificio dedicado exclusivamente a tratar asuntos de violencia de género. Le condujeron a una sala donde había otros esposados, pero estos sí que parecían delincuentes habituales y muy puestos en leyes y protocolo. Las conversaciones y el tono de voz que tenían, hablando de por qué estaban allí, no dejaba lugar a dudas.

Al poco rato llegó el abogado. Le estuvo hablando de lo que iban a hacer, pero Juan no entendía esa jerga legal y dejó de prestarle atención. El abogado entraba y salía, hacía consultas, hablaba por teléfono. Juan tenía la sensación de estar en una carnicería donde cada uno va a la suya atendiendo y despachando a unos y a otros, mientras se oyen los machetazos sobre el mostrador, sin que nadie se inmute.

Por lo visto, había más casos que juzgar y tuvieron que esperar su turno. Cuando les avisaron para ir a la sala del juicio, su abogado lo condujo hacia unas puertas dobles. Al entrar en esa sala quedó fuertemente impresionado porque todos los presentes se le quedaron mirando. había varias personas sentadas tras unas mesas, con aspecto muy serio y a la vez, de hastío. La forma de hablar de esas personas entre ellas era muy poco cordial y fría, preestablecida, mecánica. Hablaban sin mirarse. 

Nadie le hizo caso, ni le saludó. Ignorándole, hablaron unas cosas entre ellos y su abogado y finalmente salieron de la sala. Volvieron a la habitación de los delincuentes y unos minutos después, el abogado fue a recogerle para salir del edificio.

Era sábado, 7 de julio. a las 11 de la mañana le dejaron en la calle. Le habían secuestrado durante casi un día pero no había ninguna ley ni autoridad que quisiera defenderle.

Ya fuera del edificio, el abogado le explicó la situación en la que se encontraban diciéndole que dado que la denuncia se había presentado viernes por la tarde, y no se celebran juicios en fin de semana, habían de esperar al juicio del lunes por la mañana. También le explicó que de momento pesaba sobre él una orden de alejamiento, y que eso significaba que no podía acercarse a su mujer ni contactar con ella. Le recomendó que no la llamase por teléfono, aunque Juan Eduardo pensó que era un consejo vano, porque evidentemente, no pensaba llamarla. Más tarde iba a suceder algo que le hizo entender la extraña advertencia. También le dijo que, afortunadamente, no le meterían en la cárcel de momento.

Esa última información le pareció a Juan tan disparatada que no le hizo ni caso.

Por último, el abogado le dijo que los hechos de los que le acusaban eran los siguientes: que la tarde del viernes, 6 de julio,  él había llamado por teléfono a su mujer y que durante la conversación, al parecer, la había agredido psicológicamente mediante insultos.

-¿Insultos? ¿Pero qué insultos?- Dijo en voz baja para sí mismo. Juan Eduardo no podía creer lo que estaba oyendo. Cuando el domingo anterior, primer día del mes de julio, ella le dijo que quería separarse, no hubo discusión. Ninguno de los dos había tomado una actitud negativa. 

Era evidente que el abogado esperaba que Juan Eduardo le contase su versión de los hechos, así que, sentados en una cafetería próxima al juzgado, trató de organizar las ideas en su cabeza para empezar el relato.

Era cierto que ella le había dicho el domingo, 24 de junio, que ya no se sentía a gusto con él y que quería pedir la separación. Para Juan Eduardo la noticia fue un golpe, a pesar de que, por alguna razón, ya intuía algo. No discutió, estuvo de acuerdo, solamente dijo que tal vez sería mejor dejarlo para un par de semanas después ya que estaban a punto de empezar las fiestas del pueblo y los niños podrían sufrir mucho, a parte de convertirse en el tema de conversación de las fiestas. Ella dijo que sí y siguieron conviviendo normalmente, como siempre. Jamás se sobresaltaban, ni se herían verbalmente. En cerca de 15 años de matrimonio la paz y la serenidad  siempre habían reinado en su casa.

Pero, el domingo siguiente por la mañana, el día 1 de julio, una semana después de que hubiesen hablado de la separación y haber acordado esperar a que pasasen las fiestas, el acuerdo se torció. Ella se le acercó, y con un tono de voz nada amigable le dijo: «No dijiste que te tenías que ir, pues ya estás tardando». 

Las fiestas empezarían la semana siguiente. Habían acordado separarse después de las fiestas para evitar escándalos, pero ella tenía prisa por acabar con él. Entonces, Juan Eduardo, desconcertado y enfadado por la actitud de su mujer, cogió algunas cosas y se fue con el coche.

Durante la semana siguiente no la volvió a ver. Tan solo la llamó dos veces por teléfono: el martes para ir a recoger unas cosas y, la segunda llamada, la que provocó el encarcelamiento, a las seis de la tarde del viernes.

La llamada de ese viernes era para decirle a su mujer que estaba preocupado por los niños y el futuro, así que iría esa misma noche, después de cenar, para hablar sobre cómo decírselo a los niños y cómo iban a hacer la separación. Además le preocupaba que le pudiesen acusar de «abandono de hogar» porque hacía cinco días que se había ido de casa.

Al principio la conversación tuvo el tono de siempre, como era ella, como era él, un tono calmado y correcto. Pero a partir de cierto momento ella cambió el tono de la voz haciéndolo más corrosivo. Juan Eduardo comenzó a escuchar unas palabras que jamás habría asociado con aquella voz que sonaba por el teléfono. Agnés de repente, le estaba insultando sin ningún motivo, utilizando un vocabulario extremadamente vulgar y ofensivo, totalmente impropio de ella. 

Respecto a la propuesta de reunirse para hablar sobre la separación, Agnés se negó rotundamente a que fuera esa noche, gritándole por el teléfono que lo que él quería era fastidiarle las fiestas del pueblo.

«Nosotros NUNCA discutíamos, -Le contó al abogado- y mucho menos nos ofendíamos. Al escuchar todos aquellos insultos barriobajeros haciendo alusión a que yo era un cornudo y a nuestras relaciones sexuales diciendo que yo era un aburrido, le repliqué que yo también podía quejarme, porque ella ‘a veces olía mal’. Ya sé que parece una tontería pero fue lo único que se me ocurrió para defenderme. Yo no sabía insultarla. Nunca lo había hecho.»

Por fin, para dejar claro que él estaba decidido a solucionar la situación, le dijo lo siguiente: «Iré después de cenar, llamaré a la puerta y si no me abres volveré con la guardia civil.»  Entonces, ella colgó sin más y media hora después un guardia civil le estaba llamando por teléfono.

Tras contarle todo esto al abogado, este le preguntó si conocía a un tal Luis que era amigo de su mujer, y le respondió que no. Finalmente quedaron ambos en verse en el mismo lugar el lunes a las ocho de la mañana para asistir al juicio. 

El abogado se marchó con su cartera caminando por la acera. Juan Eduardo se quedó de pie, inmóvil, miró a su alrededor y vio a mucha gente que iba y venía. Se apoyó contra una pared, cerró los ojos, sintió como se humedecían pero no quería que le viesen llorar, y aguantó las ganas. Un nudo en la garganta que no sentía desde que era niño, le impedía hablar. Rogaba a Dios que no se encontrase con ningún conocido. No sabía dónde ir, ni qué hacer. No quería ver ni a los amigos ni a sus hermanos. Quería estar solo y descansar en silencio y se dirigió a un despacho que tenía, medio habilitado para sobrevivir, buscando las calles menos concurridas.

Ese mismo sábado, día 7 de julio, en cuya mañana se había producido el juicio provisional, a eso de las siete de la tarde, estaba en el despacho leyendo en el ordenador y le pareció oír que sonaba el teléfono móvil. Al cogerlo vio que tenía una llamada perdida de su mujer. Pensó que tal vez, al verle esposado y escoltado por los guardias esa mañana, se había arrepentido del daño que le había hecho y quería pedirle perdón, pero que, naturalmente avergonzada, no se atrevía a llamarle. 

Entonces pensó en llamarla para aclararlo todo…

Pero, inmediatamente recordó las palabras que le había dicho el abogado por la mañana: «no la llames por teléfono», y entonces comprendió que aquello era una trampa. Según la orden de alejamiento ella podía llamarle, pero si el que llamaba era él, entonces estaba rompiendo la orden de alejamiento y por lo tanto la cárcel era segura. Meses después, se enteró de que era una estratagema bastante habitual que aparecía en ciertos «manuales de instrucciones» que circulaban por internet sobre cómo rentabilizar un divorcio.

 Así que, Juan Eduardo se fue al cuartel de la guardia civil y pidió que el agente que estaba de servicio certificara por escrito que tenía una llamada perdida de su mujer en el móvil. El agente estuvo un poco reticente, posiblemente pensando que podía estar ayudando a un maltratador, pero al final redactó el documento que le entregó al abogado el lunes siguiente.

También tuvo suerte el abogado ya que al ser del mismo pueblo, habló ese sábado con una autoridad de la localidad preguntando si sabía algo que hubiese pasado con Agnés el viernes por la tarde, y este le dijo que nada, todo muy normal, que la vio el viernes a las siete y media en la plaza del pueblo con más gente, preparando la cena que iban a celebrar, antes de la verbena, ella y unos amigos.

Es decir, cuando la mujer de Juan Eduardo volvió al pueblo después de denunciar en el cuartel de la guardia civil a las siete de la tarde, la agresión (psicológica) que había sufrido, inmediatamente se fue a preparar la fiesta. Probablemente porque tenía una gran ilusión de presentar su novio Luis a sus amigos y amigas del pueblo. 

Por esa razón no podía ir su marido después de cenar. Ella había invitado a la cena a su amante. Tenía que quitar de en medio a su marido de algún modo. 

Mientras ellos cenaban en la verbena, Juan Eduardo ya estaba en el calabozo.

Lunes, 9 de julio 2012

El lunes se celebró el juicio. Nuevamente lo esposaron para estar en el edificio y en la sala, y nuevamente volvió a perder toda noción de la realidad. Tenía la visión tan imprecisa y borrosa que sería incapaz de reconocer a nadie de los que estaban en aquella sala, incluidos los guardias que le escoltaban. la misma nebulosa se produjo en su consciencia con lo que allí se hablaba, tecnicismos, arcaísmos y formulismos. Tan solo recordaba de ese juicio que después de hablar varias personas, de repente la juez se dirigió a él y le preguntó:

«Usted ha insultado a su mujer?» 

Tras un momento de silencio Juan Eduardo respondió:

 «Jamás he insultado a mi mujer». 

Se hizo nuevamente un silencio y después la juez volvió a preguntarle:

 «¿Usted le ha dicho a su mujer que a veces huele mal?» y respondió sin tener conciencia de la importancia de su respuesta, pero con absoluta seguridad «Sí».

Posteriormente, la abogada de su mujer le preguntó si él la había amenazado durante la conversación telefónica del viernes. Tras valorar por unos segundos la pregunta y el significado de la palabra «amenazado», contestó con seguridad: «SÍ».

Nuevamente se hizo un silencio, la abogada de su mujer hizo una mueca de satisfacción, y eso llevó a pensar a Juan Eduardo que era necesario aclarar su respuesta. Dijo que durante la conversación telefónica del viernes por la tarde con su mujer, le había dicho que iría a la casa después de cenar, y que si no le abría la puerta, volvería con la guardia civil. 

Tras esta explicación, añadió: «Si es que ahora se considera una amenaza ir acompañado de la guardia civil.»

Después de su declaración hubo más palabrería programada entre la juez y los abogados, y le sacaron de la sala con los dos compañeros armados volviendo a la sala con rejas en las ventanas.

El resultado del juicio para Juan Eduardo fue sorprendente e inesperado. En realidad él todavía no era consciente ni de lo que estaba ocurriendo ni de lo que podía ocurrir.

El abogado entró con orgullo en la sala de las rejas y le dijo que habían GANADO. (Tampoco eso lo entendió, porque Juan no tenía la sensación de estar en ninguna batalla ya que él no había hecho nada malo. Incluso llegó a pensar que «ganar» significaba que su mujer había recapacitado y había pedido perdón.)

El abogado se dirigió al cabo de la guardia civil, con tono exigente, instándole a que quitara la esposas a su defendido, pero el cabo no podía aceptar órdenes de un abogado, sino de un juez, y no lo hizo.

Ya en la calle, se sentaron en un bar que había cerca. El abogado le entregó unos documentos que Juan Eduardo dobló distraída e irrespetuosamente, y le contó que la juez había sentenciado que su mujer había hecho una DENUNCIA FALSA. Que, según las investigaciones realizadas por la policía, ella llevaba dos meses preparando dicha denuncia. Que su esposa había hecho UNA DENUNCIA DE MANUAL. Y que la juez le había dicho estas palabras: «PORQUE LA LEY NO ME LO PERMITE, PERO A LA PRÓXIMA DENUNCIA FALSA, SE IRÁ USTED DE AQUÍ A LA CÁRCEL»

Juan Eduardo se quedó un rato meditando la frase:  «Porque la LEY no me lo permite…», » Porque la LEY no me lo permite…», «Porque la LEY no me lo permite…»

También le contó el abogado, con cierto reparo, que su mujer hacía tiempo que tenía un amante, según las investigaciones telefónicas de la policía. Juan Eduardo pensó para sí mismo que no era el primero…Tampoco el segundo. 

Al salir del juzgado, se despidió del abogado, guardó en un bolsillo los papeles que le había entregado; unos papeles supuestamente importantes que no se atrevió a leer y que luego se perderían con los innumerables traslados de vivienda. Se quedó de pie en la acera, mirando a la gente que pasaba y los coches, como el sábado, pero esta vez, ya era consciente de lo sucedido y empezó a recordar los insultos de su mujer que le golpeaban el corazón, y empezó a relacionar los hechos anteriores al viernes, día 6 de julio. Y siguió caminando atormentado y ofuscado.

 

EN LA ACTUALIDAD

Han pasado 9 años desde aquel día. Sigo siendo buen amigo de Juan Eduardo  y de vez en cuando nos juntamos a tomar algo. Cuando me dijo que su mujer lo había acusado de malos tratos, le pregunté qué había dicho el juez, porque yo tenía clarísimo que eso no era verdad. Él me agradeció la confianza y me dijo que solo las personas inteligentes le habían preguntado por el resultado del juicio o si era verdad, sin prejuzgar. Ha perdido muchos amigos.

Juan Eduardo me citó ayer para tomar café en la terraza de un bar. Tenía ganas de contarme algo y, después de ponernos al día, me dijo:

«Mi hijo tenía doce años cuando ocurrió todo aquello. Han pasado nueve y aún no soporto recordar cómo lloraba sentado en la cama de su habitación. El pobre niño sentía un pánico horrible de que le pasara a él lo mismo que le había sucedido a un compañero de clase. 

Mi hija tenía dos años. Hasta los nueve no supo ver la realidad de lo que había pasado.

Una vez que vino a verme, tenía seis años, me comentó: «El padre de mi amiga vive en su casa». No supe qué responder, y luego continuó: «Qué raro, no?»»

Tras el juicio los guardias civiles lo dejaron en la calle. Nadie le preguntó si necesitaba algo. Nadie le pidió disculpas. El abogado le explicó que la forma de resarcirse era atacando a su mujer por la denuncia falsa. Pero pensó en los niños, ya tenían suficiente con tener un padre sospechoso de ser un delincuente como para tener una madre que era verdaderamente una delincuente. 

Desde entonces no es el mismo. Ha tenido que hacer nuevos amigos porque la gente que le conocía ya no le trata igual. La «gente», nosotros, la sociedad, que estamos formados por una parte de maldad y otra de bondad, aprovechamos estos casos para soltar, desbocada y cruelmente, la enorme cantidad de malicia que llevamos dentro, reprimida y ansiosa de desfogarse.

El abogado aconsejó a Juan Eduardo al terminar el juicio que le convendría hacer fotocopias de la sentencia que le declaraba inocente (que, por cierto, usa mucha palabrería legal excepto la palabra «inocente»), para repartirlas entre los conocidos, porque «esas cosas tienen muy mala leche». Pero a él le pareció que eso era ya demasiado ridículo. Su dignidad ya estaba suficientemente saciada de desprecios como para exponerse a que supusieran que ahora era falsificador de documentos.

Hace nueve años, su dignidad fue manchada para siempre. Nadie se preocupó por ello. Su estado mental entró en una inestabilidad irreparable. Su posición social y laboral quedó tan dañada que ha vivido en la pobreza durante todos estos años, y precisamente por esa razón, no ha podido atender a sus hijos correctamente. En el juicio le dijeron que si solicitaba la custodia compartida se la concederían, pero él, que por haber tratado con hijos de divorciados conocía la crudeza de la maletita de fin de semana y las nunca asumibles despedidas, decidió que era mejor que los niños viviesen con su madre, en la casa, en el pueblo, con los amigos, con una estabilidad económica (su madre es profesora), de modo que les disminuyesen los sufrimientos, incluso sabiendo que sería perseguido por la justicia por no pagar la manutención. Él piensa que su mujer fue una mala esposa, pero es una buena madre.

Juan Eduardo me contó que un «amigo» suyo empezó a decir en las reuniones de amigos: «es que no me lo imagino con el brazo levantado golpeando a su mujer».  Por lo visto le importaba poco que la FALSA DENUNCIA POR MALTRATO hubiese sido por MALTRATO PSICOLÓGICO y por ¡¡¡teléfono!!! Otro «amigo» le dijo: «quién iba a decir cuando éramos niños que tú acabarías en el ‘trullo'»

Que la justicia española te considere inocente no tiene ningún valor; la voz de un juzgado no va más allá de un maldito archivador.

Pero, si la sociedad te señala culpable, ya no existe reparación. 

Además, para la sociedad, -estúpida sociedad; malvada y maliciosa sociedad- el hijo de Juan Eduardo es el «hijo de un maltratador, y por lo tanto, hay que tener cuidado con él porque eso se lleva en los genes.» 

Espero que su hijo tenga más suerte que su padre y pueda limpiar esa mancha que ha heredado, no de él, sino de su madre y del viejo calvo que la aconsejó. Nunca podrán lavarla con dinero.

Las consecuencias de una denuncia falsa son gravísimas, para el afectado y sus hijos. La tortura psicológica que se prolonga por el resto de la vida es irreparable. Pero quienes pueden hacer algo contra esa injusticia, miran hacia otro lado, para no «complicarse la vida». Pero el día de cobro, miran de frente y con lupa.

¿Quién es el culpable del asesinato social de este hombre? 

Desde luego no lo son ni el guardia civil que lo metió en el calabozo, lo esposó y lo fichó; tampoco lo es la juez ni el fiscal que lo acusaron y avergonzaron públicamente. Incluso diría yo que, ni siquiera es culpable su propia mujer. El verdadero culpable es aquel que ha hecho la ley que obliga en España al guardia civil y a un juez, a maltratar a un ciudadano inocente.

Ese maligno culpable, siempre escondido tras una verborrea programada, es el político que propuso la ley que obliga a las fuerzas de seguridad y al juez a ejercer la violencia sobre un ciudadano inocente, y los que votaron a favor de dicha ley. 

 El político se siente fuera de todo enjuiciamiento y responsabilidad. 

Si un guardia civil hace algo mal, lo paga, también un juez, pero nadie hace pagar con dinero o cárcel a un político por crear una ley injusta, ni le responsabiliza de las consecuencias de no hacer bien su trabajo, que es crear leyes justas para todos los españoles. 

Hemos dejado el destino de nuestras vidas en manos de gente sin formación, llenos de orgullo, vanidad y desprecio. Gente totalmente irresponsable, y que se vanaglorian precisamente de serlo.

 

José Enrique Catalá

Licenciado en Geografía e Historia por la Universidad de Valencia. Especialista en Hª Medieval. Profesor. Autor del libro: Glosario Universitario.

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